A propósito de los 20 entrega del informe final de la CVR
Han transcurrido dos décadas desde que se entregó el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR). Este informe tenía como objetivo dar cuenta de las causas y consecuencias de la etapa de violencia, así como sentar las bases en camino hacia la «reconciliación», una nueva etapa que estaría marcada por el reconocimiento entre todos los peruanos. Sin embargo, esta significativa fecha llegó empañada por nuevos crímenes perpetrados por el Estado, esta vez bajo el régimen autoritario de Dina Boluarte, quien resucitó el fantasma del terrorismo.
A lo largo de estos 20 años, han surgido diversas posturas frente al Informe Final. Por un lado, los militares han elaborado su propio informe titulado «En honor a la verdad, comisión permanente del ejército del Perú» (2012), en el cual evidencia una visión heroica de su participación en el Conflicto Armado Interno (CAI). Por otro lado, los familiares han formado asociaciones para buscar a sus seres queridos desaparecidos o ejecutados en esta época, en muchas ocasiones sin éxito. Las organizaciones no gubernamentales (ONG) de derechos humanos han adoptado una posición centrada en la construcción de una narrativa en la que «no todas las víctimas son consideradas igualmente importantes». En este contexto, surgen algunas reflexiones sobre lo que significa ser víctima de la violencia hoy, el fenómeno del «terruqueo» y el creciente negacionismo.
¿Qué significa ser víctima hoy?
En el Perú, el discurso sobre las «víctimas» ha experimentado una polarización, dividiéndose en dos categorías: las consideradas «buenas» (sin ningún tipo de vínculo político) y las “malas” o “controversiales» (relacionadas con algún grupo subversivo). Este enfoque ha llevado a muchos familiares a construir narrativas que desvinculan a sus seres queridos de cualquier asociación con el Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso (PCP-SL) o el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA). Se ha forjado así una especie de memoria oculta o subterránea que emerge en ocasiones muy puntuales, generalmente activada por algún estímulo que activan sus recuerdos.
Para que una persona pueda formar parte del padrón oficial de víctimas del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos (MINJUSDH), no debe presentar ninguna vinculación con los grupos designados por el Estado como terroristas (MRTA o el PCP-SL). Existen varios casos documentados por la CVR en los que individuos pertenecientes a dichas organizaciones han sufrido violaciones sexuales, torturas y asesinatos extrajudiciales, pero a pesar de su padecimiento, han sido excluidos de este registro. ¿Es acaso justificable que, por ser considerados terroristas, el Estado tuviera el derecho de deshumanizarlos? La respuesta es no; su responsabilidad era detenerlos y llevarlos a juicio, no vulnerar sus derechos.
Sin embargo, esta narrativa no solo es parte del discurso estatal, también la gran mayoría de ONGs de derechos humanos ha adoptado esta postura, negándose muchas veces a respaldar a los familiares de estas víctimas “controversiales». Tal situación abona a la polarización de las memorias e impide abordar aspectos complejos que podrían contribuir a la reconciliación. Si pudiéramos abordar estas zonas grises, podríamos desarrollar una comprensión más profunda y superar las dicotomías simplistas de buenos y malos.
El fenómeno del Terruqueo
La construcción de estos dos tipos de víctimas ha fortalecido el discurso del «terruqueo» o señalamiento permanente como “terrorista” prácticamente de todo aquel que cuestiona el orden establecido. Pero ¿qué implica ser considerado terrorista tres décadas después de la finalización del conflicto armado interno?[1].
Durante el gobierno de Alberto Fujimori, se fortaleció la noción de que los «terroristas» eran seres aberrantes, desprovistos de alma y no importaba lo que les sucediera. Podían ser eliminados; el dilema radicaba en el cómo. Con el transcurso del tiempo, se afianzó la percepción de que a un terrorista se le podían negar sus derechos, lo que justificaba su asesinato y desaparición. Se amparaban crímenes de lesa humanidad bajo la premisa de «eran terroristas», normalizando lo anormal. Al no cuestionarse estas memorias se perdía la batalla pues se afirmaba tácitamente la narrativa fujimorista según la cual «si es terrorista, se merece cualquier cosa».
Este pensamiento, que ganó gradualmente fuerza, retomó vigencia a partir del 7 de diciembre de 2022 con las protestas que surgieron tras la juramentación de Dina Boluarte como presidenta. A los manifestantes que exigían su renuncia se les etiquetó como «terroristas». En Ayacucho, el ejército implementó contra manifestantes civiles los protocolos utilizados en la lucha contra el terrorismo, trayendo como resultado el trágico asesinato de diez personas.
Además, se llevaron a cabo una serie de operaciones antiterroristas: (1) Detención arbitraria de 7 dirigentes del Frente de Defensa de Ayacucho (FREDEPA), (2) intervención de la PNP en el local de la Confederación Campesina del Perú (CCP), donde se iniciaron procesos e investigaciones contra las personas que llegaron de otras regiones del país para manifestarse contra el régimen; (3) Intervención de la PNP en la UNMSM, en la cual se detuvieron a 192 personas, incluyendo estudiantes y personas que se alojaron en la universidad. Todo esto bajo la premisa de que «eran terroristas», acusando a individuos sin pruebas sólidas. Aunque más tarde la Fiscalía archivó los casos, la narrativa de que el terrorismo continúa activo sigue muy presente en el imaginario colectivo.
Tiempos actuales y el negacionismo
Esto nos lleva al siguiente punto: ¿a lo largo de estos 20 años desde la publicación del Informe Final de la CVR, qué memorias se han consolidado en el imaginario nacional? Sin duda, la memoria construida por el fujimorismo, en la que su líder Alberto F. logró derrotar al terrorismo y salvar al país, es la que ha adquirido más fuerza. Además, en esta construcción, la figura del terrorista engloba a todas las personas que se identifican como «izquierdistas», sin hacer distinción entre los diversos matices de la izquierda.
De esta manera, permanentemente en campaña electoral, candidatos de izquierda o críticos al sistema son etiquetados como «terrucos». Esto fue experimentado por Verónika Mendoza y Marco Arana. Pero fue en la elección del 2021 donde la estrategia del «terruqueo» y el racismo se entrecruzan en la figura de Pedro Castillo. Su ascenso al gobierno y las posteriores designaciones de ministros generaron un nuevo enfrentamiento en el país en relación con las memorias. La elección de ministros como Héctor Béjar e Iber Maraví provocaron una intensa campaña de «terruqueo» en el Congreso y los medios de comunicación. Hubo escasas voces que se alzaron en su defensa, y finalmente fueron destituidos. Tal situación contribuyó a fortalecer aún más la percepción de que «Sendero equivalía a la izquierda” perdiendo así la oportunidad de llevar a cabo una labor de educación política.
La irrupción de personajes y grupos de extrema derecha, como «La Resistencia» o «Los Libertarios», buscan reforzar la idea de que aquellos que se identifican como izquierdistas son terroristas. Además, fomentan la noción de que Alberto Fujimori fue el «salvador del Perú», lo que a su vez justificaría las violaciones de derechos humanos cometidas durante su gobierno al considerar a las víctimas como terroristas. Omiten los crímenes de lesa humanidad y delitos de corrupción pcurridos durante su mandato y por los que fue sentenciado y cumple prisión.
La acción de estos grupos se ha caracterizado por irrumpir en eventos en los que participan aquellos a los que consideran como “terroristas». Esto incluye la interrupción de presentaciones de libros y ceremonias conmemorativas relacionadas con los derechos humanos, cometiendo también actos de violencia contra aquellas personas que consideran afines a la ideología de izquierda. Todo esto ocurre en un entorno de total impunidad, ya que, a pesar de las denuncias.
En estos días, en medio de las diversas actividades llevadas a cabo para conmemorar los 20 años desde la presentación del Informe Final de la CVR, vale preguntarse ¿será posible en algún momento superar estas luchas en torno a las memorias y romper con la hegemonía de la narrativa dicotómica de «buenos» y «malos»? ¿podremos avanzar a una reconciliación como nación? Creo que mientras sigamos silenciando las memorias incómodas y manteniendo la narrativa que define quiénes pueden ser considerados únicamente como víctimas, continuaremos perdiendo estas batallas y permitiendo que el negacionismo y el «terruqueo» sigan avanzando de manera peligrosa.
Natalí DURAND
[1] Podemos identificar dos eventos que marcan el término de la lucha armada y la época del terrorismo: (1) La captura del líder máximo de SL, Abimael Guzmán, que culminó con la firma del acuerdo de paz con el Estado en 1993; (2) La retoma de la residencia del embajador de Japón y la aniquilación del comando del MRTA en abril de 1997