Anahí Durand. Socióloga, docente de la UNMSM
Se cumple un mes desde que Dina Boluarte, los partidos de derecha que perdieron las elecciones, poderes económicos y fuerzas armadas, instalaron a sangre y fuego un régimen cívico militar avalado por la Fiscalía y la embajada de los Estados Unidos.
Vivimos una arremetida autoritaria que empezó a cocinarse antes que Castillo asumiera la presidencia y busca cerrar con violencia la crisis de régimen expresada con mayor nitidez los últimos seis años. Los grupos de poder han decidido que es tiempo de terminar con las aspiraciones levantiscas de un pueblo que pide cambios y se atrevió a elegir un presidente como ellos para realizarlos. El plan restaurador está en marcha; cuentan con una presidenta títere que da cobertura legal y un Congreso dispuesto a promulgar leyes abominables para copar el Estado. Tienen unas fuerzas armadas dispuestas a masacrar civiles, una Fiscalía que investiga por terrorismo a quien incomode y grandes medios de comunicación manipulando la realidad.
Pero un elemento escapó a sus cálculos: el pueblo excluido al que miraban con desprecio y creyeron acataría sumisamente sus designios, se moviliza desde el primer día con una plataforma clara: renuncia de Dina Boluarte, cierre del Congreso, una nueva Constitución y libertad a Pedro Castillo. La respuesta del poder ha sido brutal y suma hasta hoy 48 peruanos asesinados, cientos de heridos y detenidos. Pero la protesta no decae y, especialmente en el sur del país, el pueblo no ha dejado de movilizarse. La disputa por definir la salida a la crisis sigue abierta y es importante analizar dos vectores decisivos en la correlación de fuerzas. De un lado quienes componen la coalición que gobierna y busca cerrar la crisis de régimen autoritariamente, de otro lado, cómo se configura la movilización popular que podría concretar una salida democrática sostenida en una nueva constitución. El desenlace es incierto…por ahora.
La coalición que gobierna: restauración autoritaria y mafiosa
Desde el 2001 con la transición inconclusa y con mayor fuerza desde el 2016 cuando el Fujimorismo logró hiper mayoría parlamentaria, el país vive un grave deterioro democrático. El Congreso concentra mayor poder abusando de figuras como la “vacancia por incapacidad moral” para destituir presidentes y cerrando canales de participación ciudadana como el referéndum. La Fiscalía y el Poder Judicial han adquirido protagonismo político orientando sus investigaciones a los adversarios de la derecha mientras las Fuerzas Armadas y Policiales tienen cada vez más acción y opinión deliberante. En esta línea autoritaria se inscribe la coalición que trabajó activamente por la destitución de Castillo y hoy sostiene al régimen Boluarte.
Asumiendo que Dina Boluarte es apenas la cara legal del régimen, el primer anillo del poder lo tiene el Congreso y más concretamente los partidos de derecha que perdieron las elecciones. El Fujimorismo, Renovación Popular y Avanza País son el bloque reaccionario que ha llevado la batuta en toda la crisis diluyendo al centro político al punto de someter a Acción Popular y Alianza para el Progreso. Fueron los que inventaron el fraude electoral y los que presentaron las tres mociones de vacancia contra Castillo. Hoy tienen su cuota de ministerios en el ejecutivo y respaldan la cruenta represión tal como se demostró cuando entregaron el voto de investidura al gabinete Otarola, pese a los 18 asesinados en la jornada sangrienta de Juliaca el día anterior.
Desde el Parlamento, estos partidos impulsan una peligrosa “reforma política” manipulando la legalidad y violentando la Constitución con el fin de perpetuarse en el poder y asegurarse no perder otra vez la presidencia. Para ello, pretenden cambiar a los jefes de los organismos electorales Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE) y Jurado Nacional de Elecciones. El principio de separación de poderes no existe y lo demuestra el Proyecto de Ley según el cual cuando Dina Boluarte sale al extranjero el presidente del Congreso quedaría como presidente. No se esmeran en guardar las formas y no es seguro todavía que confirmen en segunda votación el adelanto de elecciones para abril del 2024
Otro actor fundamental en esta coalición son los grupos de poder económico que asoman luego del susto. Si bien durante el gobierno de Castillo no tuvieron grandes pérdidas, la relación fue tensa, signada por la profunda desconfianza y un explícito clasismo y racismo. Hoy la CONFIEP, la Sociedad Nacional de Minería, el Gremio de Agroexportadores entre otros retoman el canal con el ejecutivo y despachan directamente con Boluarte. Además, durante el 2024 se renovarán importantes concesiones mineras y petroleras, por lo que han aceitado los lobbys en el Congreso y no les interesa el adelanto de elecciones para el 2023. La oligarquía limeña tradicional junto a los aspiracionales emergentes como Cesar Acuña, creen tener nuevamente el control del Estado para sus negocios y no están dispuestos a perderlo fácilmente.
Las fuerzas armadas y policiales son otro poder importante en esta coyuntura. Luego del conflicto armado y las graves violaciones a los derechos humanos que implicaron a mandos policiales y militares, se pensó que los órganos coercitivos no tendrían protagonismo político. Sin embargo, hoy vemos a generales del ejército y la policía con una vocería política inusitada, justificando la cruenta represión bajo el argumento de que las protestas participan delincuentes y terroristas financiados por el narcotráfico y la minería ilegal. Finalmente, se cuenta a la Fiscalía y al Poder Judicial muy activos para la destitución de Castillo y cercanos a Boluarte al punto que el primer gabinete estuvo presidido por Pedro Angulo, cercano a la fiscal Benavides. Luego de una semana, tras los primeros 20 asesinados en las protestas, Angulo fue destituido, pero rápidamente asumió como jefe de asesores del Poder Judicial. La fiscalía ha sido rápida para judicializar y criminalizar la protesta abriendo fiscalías especializadas en delitos de terrorismo con el claro fin de encausar a líderes y autoridades opositoras.
En suma, gobierna el país un entramado de poderes conservadores articulados desde sus propios intereses para lograr un fin común; retomar el poder que sintieron perder por dieciséis meses y asegurarse de no soltarlo. El régimen de Boluarte no es un simple gobierno de transición es una ofensiva restauradora orientada a cerrar la crisis de forma autoritaria y mafiosa, disparando contra la población y amañando poderes electorales para perpetuarse y mantener sus privilegios. No es seguro todavía que se realicen elecciones el 2024 y si las hay tampoco es seguro que existan garantías de participación para las fuerzas populares, de izquierda o progresistas. La arremetida dictatorial está en marcha y se impone a plomazos. Así funciona la derecha en el Perú, muestra su lado sangriento cuando la democracia no le favorece. Así actuaron en 1992 con el autogolpe de Alberto Fujimori imponiendo un modelo y una Constitución que hoy quieren salvar a toda costa, aunque signifique mayor violencia y división entre peruanos.
Movilización popular: Momento constituyente y representación
El autogolpe de 1992 significó en Perú la imposición del neoliberalismo como un régimen económico que prioriza el libre mercado, como un régimen político que organiza una gobernabilidad tecnocrática supuestamente despolitizada y también como un modelo de sociedad donde se impone el individualismo por sobre los vínculos comunitarios. En tal sentido, cada cual hace su propio sendero y es responsabilidad personal triunfar en un mundo hostil, encubriendo la precariedad del trabajador informal con el discurso de “emprendedores”. En un país impactado por el conflicto armado, la hiper inflación y el clientelismo fujimorista, este modelo de sociedad se expandió especialmente en Lima y las grandes ciudades. El repliegue de las izquierdas y el ajuste estructural que deterioró la vida influyó en una creciente despolitización. Durante la transición del 2001 fueron las ONGS y la iglesia las que asumieron la vocería de la “sociedad civil” orientando una agenda reformista que, entre otras cosas, negó la demanda de cambio de Constitución.
Del 2001 en adelante, las protestas en Perú se activaron en torno a demandas vinculadas al modelo económico extractivo, gremiales o de infraestructura. Los sindicatos se movilizaron por derechos laborales, los productores cocaleros contra la erradicación de cultivos, los movimientos indígenas y campesinos contra la expansión de la industria minera o petrolera en sus territorios. Se trataban de protestas caracterizadas por la dispersión de agendas y desconexión territorial. Por ejemplo, las protestas contra la expansión minera en Tía María Arequipa no generaban una ola de movilización en otras zonas como Conga en Cajamarca y eran resueltas tras una negociación con el Ministerio correspondiente. Estas luchas tampoco se encontraban conectadas a una plataforma política antineoliberal pues, aunque cuestionaban ejes claves del modelo, no se enunciaban en dicho sentido.
Estos conflictos sociales encontraban un cauce político en los procesos electorales. Sostenidamente estos sectores votaron a opciones de cambio que una vez en el gobierno traicionaron sus promesas. La pandemia reforzó estas expectativas y 2021 el Perú excluido, informal y precarizado de maestros, mototaxistas, cocaleros, mineros informales votó por uno de los suyos. Los abiertos ataques de la derecha al gobierno de Castillo, cargados de clasismo y racismo, contribuyeron a la politización de estos sectores afirmando un nosotros colectivo antagónico a la clase política limeña y tradicional. También la acción del gobierno abonó a la mayor conciencia política de los sectores excluidos especialmente en el Perú rural. Los Gabinetes descentralizados, los constantes viajes de Castillo a provincias y sus multitudinarios mítines, generaron un vínculo entre pueblo y presidente, desplegando además lógicas consuetudinarias y comunitarias propias el mundo andino, sean las rondas o las comunidades indígenas. La Asamblea decide y el presidente ejecuta.
Apenas destituido Pedro Castillo y juramentada Dina Boluarte, las protestas estallan con una magnitud inusitada abarcando prácticamente todo el país, aunque el epicentro es el sur andino. La masividad y cobertura territorial de las protestas sorprendió a la clase política y la academia lo mismo que su plataforma netamente política. Desde la sierra de Ayabaca en Piura hasta Juliaca en Puno, pasando por Pucalpa, Ayacucho y todo el sur, cientos de miles tomaron calles y plazas con una plataforma unificada: cierre congreso, nueva constitución, libertad a Castillo y renuncia de Dina Boluarte. El grupo que inició las protestas fue este núcleo duro que votó y respaldó a Castillo, pero rápidamente se expandió y lo sobrepasó. La respuesta del ejecutivo llevando a cabo una masacre no vista las últimas décadas con 49 asesinados, genera solidaridades y expanden el radio de la protesta. A un mes de instalado el nuevo régimen, salvo la tregua navideña las protestas no se han detenido un solo día, al contrario, se anuncian paralizaciones y marchas a Lima.
Esta politización del Perú rural y excluido es algo inédito y está cambiando decisivamente la dinámica política nacional, abriendo un momento de deliberación colectiva en torno a los principales problemas políticos. Hoy en las plazas de distritos y comunidades la gente se reúne en Asamblea, discute sobre las acciones a tomar en la protesta y también sobre temas de exclusión histórica “No es el 7 de diciembre, son 200 años” se escucha repetir en Andahuaylas o Juliaca y se abordan salidas de fondo. Una nueva Constitución escrita por una Asamblea Constituyente con representantes legítimos del pueblo organizado es la salida que se abre paso desde los Andes y la Amazonía. Esta potencia que despliega el estallido irradia también las ciudades, llega por solidaridad, por paisanos asentados en Lima o el norte y puede ser finalmente lo que defina el escenario e incline la balanza a favor de un proceso constituyente.
El campo popular se moviliza, no retrocede ante la brutal represión, genera adhesiones y solidaridades, pero todo esto es aún insuficiente para dirimir una salida democrática y constituyente a la crisis. La falta de liderazgos legitimados de alcance nacional se mantiene, y la desconexión entre plataforma político social e instrumento político electoral también. Boluarte ha dicho que no renunciara y el pueblo que no dejara la protesta. La disputa sigue abierta, por ahora.