La percepción de inseguridad ha aumentado en el Perú. Según el Instituto Nacional de Estadísticas e Informática (INEI), durante el mandato de Pedro Castillo, el 27,8% de los peruanos señalaban la delincuencia como uno de los principales problemas del país (segundo problema detrás de la corrupción). El 2024, después de dos años de desgobierno de Boluarte, esta cifra alcanza el 39,4%. Asimismo, pese a tener una tasa de homicidios de las más bajas del continente, los asesinatos están en continuo aumento desde hace varios años. Según el INEI, entre el 2013 y el 2023, la tasa de homicidios aumentó en 45%. Los medios de comunicación le han dado amplia cobertura al tema, dedicándole sus portadas y noticieros.
El problema de la inseguridad ciudadana revela la desinstitucionalización neoliberal y el Estado fallido en que se ha convertido Perú. Con un Estado reducido a su mínima expresión, unos poderes públicos más preocupados en perseguir a la oposición que a los delincuentes y la creciente inestabilidad política, es prácticamente imposible solucionar esta demanda ciudadana. Ni el anecdótico “Plan Boluarte contra la inseguridad” ni el permanente Estado de emergencia, han logrado frenar la expansión de la delincuencia que azota sobre todo a las clases populares.
Esta vez, la protesta contra tal situación vino de un gremio poco acostumbrado a la movilización social: el sector del transporte informal, que es víctima de extorsiones y represalias por parte del crimen organizado. En un país atomizado, donde los comunes han sido aniquilados por treinta años de neoliberalismo, organizar la colectividad revela una epopeya. Más aún por tratarse de un gremio donde confluyen pequeños empresarios independientes que se perciben como “emprendedores”, y donde no hay cultura de movilización y lucha.
De modo similar a la huelga magisterial de 2017 o al Estallido social de 2022/2023, las protestas contra la inseguridad evidencian la dicotomía entre el mundo laboral formal, cada vez más minoritario y marginal en la economía peruana, y un pueblo heterogéneo producto de la economía informal, que exige cambios estructurales. Nuevamente los sindicatos, pertenecientes al mundo laboral formal, se opusieron o minimizaron la huelga de los transportistas, tal como lo hizo el SUTEP en 2017, o la CGTP en 2022. A pesar de este rechazo, el paro fue acatado con éxito tanto por transportistas, asociaciones de mercados, y pequeños comerciantes. En otras palabras, por todos los colectivos que constituyen el sujeto plebeyo que se moviliza desde hace varios años para cambiar el país.
Los lideres transportistas surgidos al calor de la lucha fueron cuestionados por el Parlamento. Muchos de ellos, que manifestaron haber votado por las opciones que proponía el neoliberalismo peruano, pudieron darse cuenta que esta opción política no es la adecuada para atender sus demandas. Los transportistas exigen más presencia del Estado y esta experiencia confrontó en sus protagonistas la conciencia de pertenecer a las clases populares. Se va consolidando un “nosotros popular” por encima de las elites limeñas, y de la figura del “emprendedor” que muchos todavía reivindican.
Probablemente la población del sur del país, protagonistas del Estallido de 2022, se apresuraron al no sumarse a este movimiento urbano. Consideran que la historia hubiese sido otra si el gremio de transportistas que hoy se organiza los hubiese apoyado hace dos años durante el Estallido. Generar más desunión dentro de la fragmentación actual no contribuye para enfrentar el régimen. Esperemos que la atomización se pueda superar. Nada está escrito.
La Línea